El viaje.
Recuerdo aquel día en esa cafetería
de Lavapiés cuando ella cambió mi modo de ver la vida. Han pasado varios años,
pero aún tengo la imagen de aquellos grandes ojos que lloraban contando su
historia.
El día que nos conocimos yo repasaba
unas fotografías de mi viaje a Bath, preparaba un reportaje sobre Jane Austen para una revista .
— Bonitas fotografías — Dijo alguien
por encima de mi hombro.
— Gracias — Respondí a una chica de unos 14 años.
—¿Llueve mucho en ese
lugar? En mi país llueve tan intensamente...— Sujetaba un café en las manos y su
mirada se quedó perdida, como el que mira el mar esperando que vuelva alguien
querido.
— Parece que lo eches de menos. ¿Cómo te llamas? — Le hice un gesto por si quería sentarse. —Yo soy Laura.
— Parece que lo eches de menos. ¿Cómo te llamas? — Le hice un gesto por si quería sentarse. —Yo soy Laura.
— Yo soy Seshat.
Seshat era de Guinea y tenía mirada ávida
de ternura. Había llegado hacía unos meses a Madrid y vivía con su tía. Se
sentía muy sola y me dijo que apenas podía dormir.
Yo le conté que era escritora, que solía hacer muchos viajes y que a veces tomaba alguna pastilla porque tampoco podía dormir. Ella me sonrió y pasamos la tarde mirando las fotos.
Después de ese día Seshat y yo coincidimos
varios días en esa misma cafetería. Seguramente ella esperaba que aquel lugar
fresco y aislado del ruido y del calor intenso de Madrid le trajera una
reparación y una tranquilidad que no lograba encontrar. A Seshat le gustaba
hablar de muchas cosas y yo me limitaba a escuchar, pues sentía que ella tenía una
gran necesidad de tener a alguien cerca.
Me habló de la vida en su país y de
cómo extrañaba a su familia. Sabía de pobreza y de hambre más que nadie. Me
contó que un invierno ella y su vecina Akane cavaron un hoyo en la tierra para
pasar el invierno. Lo malo, decía, era que cuando llovía el agua entraba donde dormían,
inundándolo todo. Entonces salían del hoyo y se quedaban abrazadas bajo la
lluvia hasta que amanecía.
Poco tiempo después Seshat me contó que
se marcharon juntas de allí:
— Pasamos dos años atravesando el
desierto y nuestras esperanzas se fueron perdiendo poco a poco. Cuando por fin llegamos
a la patera, miré el horizonte y pensé en qué lugar de ese ancho mar moriría.
Akanke había dejado de hablar hacía
varios meses porque creo que ya no se sentía con fuerzas. Partimos una mañana
y pronto empezó a golpearnos un fuerte oleaje. Sufríamos
por mantenernos en la barca. Soplaba el viento con fuerza y la
mayoría no sabíamos nadar, los que sí sabían ayudaban a rescatar a los que se caían por la borda, pero algunos nunca regresaban. El silencio era aterrador. Habría
preferido llantos o gritos y no ese miedo. Era como un monstruo que te apunta
con el dedo esperando a acabar con tu vida. Estábamos atravesando el Estrecho y
había mala visibilidad, parecía que nos moviéramos en una niebla interminable. El
frío era gélido y por la noche dormir era imposible. Fueron días infinitos en los
que no recuerdo ver el cielo, solo el turbio mar que nos llevaba de un lado
para otro.
Me preocupaba Akanke, empezó a tener
fiebre y alucinaciones, hablaba sobre un árbol que veía en las estrellas. Yo le
abrazaba y le decía: ya vamos a
llegar amiga, ya vamos a llegar.
Pero lo que llegaron fueron las lluvias
y más viento. Se intensificaron tanto que
parecía que íbamos a volcar. Varias personas cayeron por la borda, Akanke y yo nos
agarrábamos como podíamos a pequeños resquicios de la barca. Estábamos
empapadas y muertas de frió, yo le abrazaba con fuerza y ella me apretaba la
mano. Cogí un plástico que había en la balsa y lo puse por encima nuestro, el
agua del mar caía sobre nosotras y cerré los ojos rezando para que el mar no
nos tragara.
Como si Dios no me escuchara, sentí
de pronto cómo me hundía en el agua, Akanke caía a mi lado tirando de mi mano
hacia abajo, intenté sostenerla fuertemente y no perdernos, pero el fuerte
oleaje nos separó. Pensé que íbamos a morir. Mi cuerpo caía al fondo del oscuro
mar sin fuerzas para poder ascender. Empecé a respirar agua y a sentir que me
desvanecía.
En un último momento alcé los brazos
hacia la luz y pude sentir una mano que agarró la mía y me sostuvo con fuerza sacándome
a la superficie. Cogí una bocanada de aire que me devolvió a la vida. Fue un
hombre con chaleco rojo en un gran barco el que me rescató. Ya estás a salvo, me dijo. Y me subió poniéndome un chaleco y una manta. Akanke está ahí, iba
conmigo, le dije llorando. Pocos de aquella patera sobrevivimos, yo nunca más
volví a ver a mi amiga.
Siento contarte esta historia tan triste, sin Akanke yo nunca debí sobrevivir —me dijo llorando.
La historia de Seshat era terrible,
le abracé y le ayudé a secarse las lágrimas. Intenté calmar la culpa que le
producía el haber sido una de las supervivientes.
— ¿Sabes Seshat? Me siento
afortunada de que hayas confiado en mí para contarme tu historia. Eres una heroína
que luchaste por sobrevivir, que cuidaste e intentaste salvar a tu amiga,
fuiste muy valiente.
Le dije que en el duelo a veces ayudaba escribir
una carta de despedida y llevarla a un lugar especial. No pensé que esto fuera
importante para ella, pero al día siguiente trajo una carta llena de emoción.
Nos acercamos al Retiro y allí cerca de un pequeño magnolio similar al árbol
donde jugaban de pequeñas la leyó y la enterró.
Pasaron unos días en los que Seshat
parecía más tranquila, era la primera vez que contaba su historia, y al hacerlo
parte de su alma empezaba a sanar. Días después pude atisbar en sus ojos una
pequeña esperanza de sentirse mejor.
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